Todos queremos a tío Jess, supongo. El
caradura más simpático del cine español, el hombre de las 203 películas
(según IMDB), pero que quizá sean algunas más, el erotómano empedernido,
el descubridor de la Reina de la Mamada, la Emperatriz de la Felación,
la insaciable y siempre ávida de esperma Lina Romay, el creador de la
doble, triple y hasta cuádruple versión, el admirador de Orson Welles,
el estajanovista por antonomasia, en fin, en una palabra, Jesús Franco.
Hubo un tiempo en que hasta hizo películas interesantes, cuando la
filmorragia aún no le había atenazado (érase una vez un hombre pegado a
una cámara). La muerte silba un blues es una de ellas, una típica
historia policiaca de delación y venganza, de guión endeble y paticojo
(ésa será siempre su maldición, hasta el fin de sus días: los
horripilantes guiones), pero rodada con brío y galanura, imitando el
estilo de su amado Orson sin el menor rubor (atención a esa pelea
nocturna tan bien iluminada por Juan Mariné), con una banda sonora
jazzística obra del propio Jesús (Clifford Brown, cómo no) que no
desmerecería en una cinta norteamericana, y unos intérpretes... ejem. Lo
dejaremos así. Aparte de nuestros queridos Manuel Alexandre y Agustín
González. Bueno, y Conrado le echa ganas al asunto y sale bien librado.
La muerte silba un blues (bonito título, ¿verdad?) prometía un futuro
brillante para Jesús Franco. Brillante no fue, pero prolífico nadie se
lo puede discutir. Os animo a descubrir esta pequeña joya de esa época
gloriosa de tío Jess, antes de chapotear en los lodos del porno y el
gore. Te queremos, Jesús.
Eduardo
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